Ya soy todo un universitario y, como todo universitario que se precie, me veo acosado por incontables asignaturas de relleno que, por muchas vueltas que intentes darle, jamás tendrán ni la más mínima relación con lo que se supone que estoy estudiando. Al lector curioso y poco informado le diré que soy estudiante de Comunicación Audiovisual en la facultad de Ciencias Sociales de la UPV, situada en ese reino ajeno a las leyes divinas y humanas llamado Lejona. Pero soy positivo. Puede que una asignatura llamada Comunicación Comercial, Corporativa e Institucional no me vaya a servir de nada jamás, pero, ¡qué caray!, eso no quiere decir que no pueda intentar disfrutarla mientras dure. Sí, es cierto; algunas asignaturas son más difíciles de disfrutar que otras, pero mi mirada positiva prefiere decir que hay clases más divertidas que otras. Y he de reconocer, y con placer, además, que les he cogido cierto gusto a las asignaturas de periodismo, por malvados que lleguen a ser mis profesores.
El periodismo es precioso; siempre y cuando puedas trabajar en las ramas divertidas, claro está. Pero, fíjate tú por dónde, tengo una asignatura que se basa exclusivamente en los géneros divertidos del periodismo, y entre ellos se encuentra el que se ha convertido rápidamente en mi favorito: la entrevista. Siempre he sentido una devoción desmedida por escuchar la historia de la gente, ya que considero que todo el mundo puede dar una respuesta interesante si se le pregunta de la manera adecuada. Lo ideal es pedirle que te cuente su vida y agarrarte al objeto fijo más próximo, pero mucha gente necesita que se la estimule un poco más para soltar, de una manera absolutamente sincera, tanto con su interlocutor como consigo mismo, todo aquello que tan celosamente guarda en su interior. Es una experiencia irrepetible, y por eso es tan poco común.
Considero que todo el mundo tiene una historia digna de ser contada, pero nuestro profesor, que es un gracioso de cuidado, nos pidió, sin embargo, que buscásemos a auténticas celebridades: en sus propias palabras, "alguien a quien yo conozca". Esto me puso en un brete, porque yo los únicos contactos que tengo son los abrazos que me da mi mamá. Fue entonces cuando, como caído del cielo, mi antiguo compañero de Doblaje, Carlos Olías de Lima, de quien ya he hablado en este blog, me concedió una entrevista en calidad de profesional, y mi profesor la aceptó, a Dios gracias.
Carlos Olías de Lima trabaja de speaker en Miribilla, amenizando partidos de baloncesto desde que iba a la universidad, y ese oficio le ha llevado a diversos lugares a demostrar sus dotes: ciclismo, eventos dispares, e incluso al mismísimo San Mamés. Olías de Lima, convertido en padre, ha vuelto recientemente a la universidad e incluso se ha decidido a sumergirse en el vasto mundo del doblaje, y me ha hablado de todos esos temas en la primera entrevista de su vida, la cual os traigo porque, sinceramente, no podría gustarme más, y me dolería no poder exprimirla como se merece.
Olías de Lima (Bilbao, 1980) es una persona peculiar. Curioso por naturaleza, antes incluso de comenzar la entrevista, él mismo me quiso hacer preguntas a mí sobre varios temas, prestando absoluta atención a todo lo que tuviera que decir. A sabiendas de que su trabajo consiste en hablar, no es difícil imaginar que él entiende mejor que nadie el valor de escuchar, pues eso es lo que le da de comer. A pesar de ser docto en su campo, parece vacilar a la hora de hablar, como si tuviese que medir cada una de sus palabras, pero todas sus declaraciones gozan de gran fuerza. En comunión con sus estudios, Olías de Lima se presenta como el paradigma de lo que esperamos de todos los políticos: sincero, responsable y sin miedo a abrirse frente a los demás.
(Y, respecto al título del artículo, sí: tenía la oportunidad de hacer un chiste de baloncesto y la he usado.)